9 de marzo de 2017
¿Trump contra China?
Por: Pío García
El objetivo de “hacer grande a Estados Unidos otra vez” es una factura que la nueva administración de la Casa Blanca quiere endosar a muchos países. Desde la campaña, el empresario Trump se solazó en señalar tres grandes adversarios, a quienes prometió someter o aniquilar. Ellos siguen siendo sus mayores obsesiones: las organizaciones islámicas radicales, la inmigración ilegal y China. Dentro de las primeras medidas, provocadoras de controversia interna, arremetió contra siete países de mayoría islámica y desde los cuales, por cierto, no llegaron los atacantes del territorio estadounidense. Esa orden inconstitucional está a consideración de la Corte Suprema.
Los afectados
México, dada su doble condición de base manufacturera, país exportador de inmigrantes ilegales y tránsito de refugiados, migrantes lejanos y drogas, lleva hasta ahora la peor parte, como efecto del muro de la ignominia. Las restricciones comerciales harán honda mella en la economía nacional, cuyo 80% de operaciones externas depende del vecino gigante, ahora salido de casillas. Con toda razón, los mexicanos empezaron a movilizarse en masa, para exigir respeto a su dignidad y a los acuerdos internacionales comerciales y de derechos humanos.
El tercer vértice de este triángulo de enemigos lo constituye China, a la que en campaña calificó de “malvada”. Xi Jinping y su equipo guardaron cautela en la puja electoral de Estados Unidos, al contrario del presidente ruso, quien mostró sus simpatías por el empresario candidato. Estos tres países conforman el trío de potencias con mayor poder nuclear y, por ello, son actores claves de la geopolítica global. Al respecto, ¿hasta dónde puede llegar la arremetida contra China y cuáles serían las consecuencias?
La administración Obama aplicó reformas internas contradictorias, para remediar el desastre económico y social de su antecesor, que condujo a la crisis de 2008. De un lado, rescató con dinero público a los bancos más grandes, con el fin de mantener a flote el sistema financiero, y contrajo el gasto en otros frentes como obras públicas y defensa. Por otro lado, trató de aplacar la pobreza creciente expandiendo la cobertura del servicio público de salud. Al final, la economía volvió a crecer, el desempleo bajó al 5% y una parte de la población se sintió satisfecha. No obstante, otra parte considerable, desempleada o mal remunerada, abrazó la promesa de la reinvención productiva nacional y la prédica chovinista concomitante.
En cambio, en el orden internacional, el presidente afroamericano no se apartó de la línea seguida por sus antecesores: alta y continua injerencia en los países árabes y musulmanes, protección a Israel, alianza estratégica con Europa, choques intermitentes con Rusia y trato ambiguo con China: esto es, competencia militar con ese país y conflicto de influencia en Asia y África, pero entendimiento en lo económico. Por esta razón, el mercado estadounidense consume las exportaciones chinas, en tanto el mercado y mano de obra china no deja de ser el paraíso para las empresas de los norteamericanos. Tal status quo es el que Trump amenaza con desbaratar.
China: ¿acorralada?
Ciertas declaraciones y decisiones iniciales parecen estar dirigidas a provocar y acorralar a China. Son dicientes, entre otras manifestaciones, la temprana conversación con la presidenta de Taiwán, la gira del secretario de defensa James Mattis por Asia, -con el fin de reafirmar los acuerdos de seguridad con Japón y Corea, donde hay más de 50 mil soldados estadounidenses-, el trato cortés con Rusia y las declaraciones del asesor Bannon de una inevitable guerra en el Mar de Sur de China.
En la medida que emergieron, los chinos se empeñaron en ser aceptados como poder global colaborador o una “potencia mundial insatisfecha pero responsable”, en franco “ascenso pacífico”. Por tal motivo, defendieron los principios de la no agresión, la coexistencia pacífica, la integración regional y las instituciones multilaterales. Dicho despliegue tendría que ser interrumpido, para sufragar la factura estadounidense. En términos simples, resulta la ecuación: paralizar a China, para que la supremacía estadounidense brille de nuevo en los cuatro puntos cardinales.
Embriagado de racismo, xenofobia y misoginia, el presidente Trump es incapaz de advertir las interdependencia en las relaciones internacionales. Subordinar a China es imposible, tanto como poner a su fiel servicio a Putin. La estructura del poder global, reorganizada en los últimos veinticinco años, ha facilitado el dominio estadounidense, pero no sin variaciones y costos ineludibles. La dinámica económica llevó al sostenimiento financiero de Estados Unidos y su especialización en los servicios y la informática, en operaciones combinadas con China, India y otros países asiáticos que concentraron la actividad manufacturera. En el movimiento reverso, esos países financian el gasto estadounidense, incluido el todavía abultado rubro militar, comprando los bonos del tesoro. Los grandes perdedores de este círculo económico exitoso en la última década fueron Europa, sus países periféricos, el resto de África y Japón. De ese modo, en tanto las relaciones económicas con Europa y Japón languidecieron, con China no pararon ni en los momentos más álgidos de la caída de las transacciones mundiales.
Provocar a China con sanciones económicas como lo hizo Obama con Rusia al final de su mandato es una opción que hace agua la boca del jefe de la Casa Blanca. Esperar que ello redunde en bienestar estadounidense es ridículo, dado que la mitad de los 500 mil millones de dólares en comercio bilateral está representada por los productos de Apple, General Electric, IBM y demás multinacionales que explotan el mercado laboral chino barato. De ahí, la inmediata reacción de esos grandes empresarios por la nueva política comercial. Al mismo tiempo, implicaría una enorme caída de la financiación externa: China es el mayor poseedor de bonos del tesoro, por el orden de los tres billones de dólares, que corresponden a la quinta parte del PIB de Estados Unidos. Aún más, una devaluación del yuan renmimbi por parte de las autoridades chinas pondría su maquinaria, equipo, autos, textiles y demás bienes de exportación tan rebajados en el mercado internacional que no valdrían de nada los elevados aranceles para proteger la producción local.
Decisiones como la de paralizar el Tratado Transpacífico tienen un grado considerable de ignorancia y estupidez. En vez de afectar a China, le facilita sus planes a largo plazo. El tratado fue negociado en secreto por la administración Obama, los grandes empresarios estadounidenses y un grupo de once países leales a Washington, con el propósito claro de activar el comercio entre ellos y debilitar a China. Este país, por su parte, impulsó el acuerdo comercial de Asia Oriental, con quince países en donde están Japón e India entre otros, mecanismo que refuerza su liderazgo en la integración regional.
La complementariedad económica con Estados Unidos ha sido molesta para China. Sus planes a largo plazo le buscan remplazo a ese vínculo. Dada la competencia estratégica que heredó de la Unión Soviética, el estímulo para que su sistema productivo se sostenga sólido tiene tres frentes: el desarrollo del mercado interno, la ya operante integración de Asia del Este y el entronque transcontinental con Europa y África. Para ello, canalizó sus excedentes financieros en el Banco de Desarrollo de Infraestructura de Asia, entidad encargada de financiar los proyectos en curso de la nueva Ruta de la Seda, que mediante trenes y puertos renovados conectará por tierra y por mar el borde asiático de Asia con esos dos continentes.
La hipotética alianza con Rusia, que implicaría colaboración militar abierta, arreciaría el distanciamiento europeo de Estados Unidos y la cooperación euro-china. Sin embargo, este escenario no es tan plausible. Es poco probable que el aparato industrial-militar estadounidense permita desmontar la Otán y empezar un trato con sus viejos rivales rusos. Por un corto tiempo, durante la ofensiva de Bush en Afganistán, en 2001, hubo intentos de acciones conjuntas contra los grupos islamistas, pero no prosperaron. En este momento, obligar a Rusia a abandonar Siria a favor de un despliegue estadounidense contra el régimen de Al-Assad tampoco está a la mano, y desvertebrar la alianza ruso-china equivaldría a cercenar la principal fuente de financiamiento externo ruso de las próximas cuatro o cinco décadas.
Bajo estas condiciones, como dijo el sinólogo Orville Schell, arrinconar a China aceleraría el “hacer grande a China de nuevo”. Como en tantos otros frentes, es más factible que Trump y su equipo revisen algunas de sus consignas de campaña y acepten mantener el statu quo vigente. Un primer paso fue la reciente conversación con el presidente Xi Jinping. Así, en los próximos años no habría variaciones sustanciales en las relaciones entre esos cuatro actores centrales: Estados Unidos, China, Europa y Rusia, ubicados en ese orden jerárquico en el juego del poder global.