Finanzas, Gobierno y Relaciones Internacionales

11 de abril de 2020

Andanzas : Crónica en el vientre de la selva (Parte 1)

Por: Andrés Felipe Cruz Domínguez

La sensación térmica es de 35 grados. La humedad, de esta especie de vorágine, invade todo el cuerpo, ahora todo es tardo, tedioso, el ser pesa más. En el paisaje se mezcla la selva, la inclemente ganadería extensiva, además de la implacable tala de árboles y, ni más faltaba, el gran rio Amazonas. Los ruidos se funden en diferentes tonos: el grito de los micos, el sonido de la extraña brisa en medio del calor sofocante, el bullicio en los mercados, el ir y venir de lanchas y chalupas…  A la llegada, de inmediato, se nota la alegría en el saludo de las personas. Este lugar mágico se llama Leticia. Ahora bien, esta zona selvática es habitada, en su mayoría, por las comunidades indígenas, llenas de misticismo y conocimiento, quienes se caracterizan por ser personas atentas, cordiales y buenos negociantes. En el paisaje no faltan los turistas, reconocidos por su disposición exasperada frente a la contundente sensación de llegar a evocar el paraíso, y los migrantes, esas personas que alguna vez ocuparon el lugar del turista y decidieron regresar para levantar su propio edén.

La sensación térmica es de 35 grados. La humedad, de esta especie de vorágine, invade todo el cuerpo, ahora todo es tardo, tedioso, el ser pesa más. En el paisaje se mezcla la selva, la inclemente ganadería extensiva, además de la implacable tala de árboles y, ni más faltaba, el gran río Amazonas. Los ruidos se funden en diferentes tonos: el grito de los micos, el sonido de la extraña brisa en medio del calor sofocante, el bullicio en los mercados, el ir y venir de lanchas y chalupas…  A la llegada, de inmediato, se nota la alegría en el saludo de las personas. Este lugar mágico se llama Leticia. Ahora bien, esta zona selvática es habitada, en su mayoría, por las comunidades indígenas, llenas de misticismo y conocimiento, quienes se caracterizan por ser personas atentas, cordiales y buenos negociantes. En el paisaje no faltan los turistas, reconocidos por su disposición exasperada frente a la contundente sensación de llegar a evocar el paraíso, y los migrantes, esas personas que alguna vez ocuparon el lugar del turista y decidieron regresar para levantar su propio edén.

Día primero

Domingo 16 de junio, año 2019. Eran las siete de la mañana. El avión en el que llegamos tenía problemas para aterrizar en el aeropuerto más grande del sur del país, Aeropuerto Internacional General Alfredo Vásquez Cobo. Menudo aeropuerto, al bajar lo primero que se veía era la taquilla, en la cual debíamos pagar nuestro tiquete de turismo y más adelante, la parada de los “Tuk-Tuk”, aquellos carritos de tres ruedas, un par de sillas y nada de seguridad. Tras habernos ocupado de la burocracia, tomamos rumbo hacia la casa de la señora Gloria, lugar que tomaríamos como base para esta travesía. ¿Sobre la casa de Gloria? un lugar modesto, organizado, en general: agradable. Aun mejor cuando se empezó a llenar de personas como María, Álex, Elvis, algunos mochileros, y más; todas y cada una de ellas muy interesantes. — Por cierto, fue allí donde comenzamos a escuchar sobre las rarezas y misticismos de “la manigua”.  — No demoramos en la tarea de acomodarnos al lugar.

Pasó el día. Fueron las 3:00 PM, teníamos la intención de perseguir el sol y alcanzar el atardecer. Cruzamos la frontera hacia Brasil. Fuimos hasta La Comara, más allá de Tabatinga. En un reconocido lugar, pedimos un par de caipirinhas y nos sentamos en la ribera del río Solimões (Amazonas) a vislumbrar el pasar del gran río y el gallardo reflejo del atardecer en ese gran espejo de agua. Fue un evento apolíneo hasta que comenzó un griterío a nuestras espaldas. Estábamos consumidos por la belleza que nos rodeaba, no comprendíamos que sucedía hasta que fue obvia la presencia de “los federales” en el lugar.

Alrededor de las 4:30PM, la seguridad y satisfacción que brindaba el paisaje se había convertido en incertidumbre. ¿Qué hacían los federales rodeando el sitio en el cual nos encontrábamos? ¿por qué tanto alboroto? Pues estaban haciendo operativos de rutina, buscando delincuentes, traficantes y gente de dudosa reputación. Aquellas personas terminaron por darnos un lapso de veinte minutos para desocupar el lugar, cosa que no sucedió sin antes exigir los pasaportes y algunos datos irrelevantes. Al dejar atrás el sitio del confuso altercado, caminamos un poco aturdidos por el escándalo, sin rumbo, sin noción del tiempo. Le dije a Laura: “Lo que buscamos ya no está aquí, no hace parte del paisaje ahora”. Ella respondió: “¿Qué buscamos?” … Lo dejé pasar. Así, confundidos y agitados seguimos caminando. De alguna extraña forma alcanzamos el casco urbano de Tabatinga. Al cabo de una hora (aproximadamente) nos hallamos de regreso en Leticia.

El bullicio de los canarios en la plaza nos avisó que eran las 5:00 PM, casi anochecía. Fue hasta ese instante que recordé la pregunta que me había hecho Laura. Medité y entonces respondí: “No sé, marchémonos”, a lo que Laura respondió: “¿Qué? ¿A dónde?”. No supe cómo responder y solo dije: “Por ahora regresemos a casa de Gloria”.

Durante nuestra primera velada, en ese cálido sitio, tuvo lugar una curiosa conversación, entre Gloría, Laura, Maia y yo, que giraba entorno a los relatos característicos de comunidades indígenas y habitantes de la selva o, como ellos le llaman, “La Manigua”. Era una situación inquietante, algo tenebrosa, tal vez. Comenzó Laura, quien preguntó por las criaturas que raptan a los inocentes o maldicen a los infames.

Las historias relatadas esa noche nos consumieron. Entre árboles caminantes, delfines convertidos en personas y seres místicos que salvaguardaban la profundidad del medio que nos rodeaba, nos fuimos sumergiendo, cada vez más, en esta andanza. De nuevo el tiempo nos abandonaba, pasaron las horas y los días. Comenzábamos a entender las dinámicas de este apocalíptico lugar —o eso pensamos—. Aquella situación que estábamos viviendo nos infundía un sentido de enamoramiento inexplicable, unas ganas de seguir implacables; esa fue la explicación de nuestra primera fuga.

Adentro

19 de junio, 8:00 AM. Llegamos al muelle; buscábamos la oficina de tiquetes para viajar ese mismo día hacia Puerto Nariño. Lo logramos, viajamos ese día en horas de la tarde. Pero mientras llegaba el momento de abordar la lancha, aprovechamos para conocer la plaza de marcado. Nos llamaba la atención la cantidad de colores y aromas que nos rodeaban. Llegaba y salía mercancía: frutas, algunas verduras, mucho pescado, vimos toda clase de manjares en ese momento. De pronto, entraron unos señores de perfil campesino con un gran monstruo cargado al hombro; un pescado rojo y negro, parecía un bagre, tenía cola con aspecto de remo, casi dos metros de largo. Por un instante todo se detuvo, todos se fijaban en la grandeza de aquel animal. Se trataba de una de las especies más importantes para la cultura local: el Pirarucú. Este pez es una de las criaturas que, se sospecha, podría ser la Curupira.

Sobre ella y sus múltiples formas escuchamos incontables veces a lo largo del viaje, para algunos era una buena criatura, para otros malvada, en todo caso siempre era aterradora. Esto mantuvo ocupada nuestra cabeza desde el momento en que vimos aquel Pirarucú o, más bien, ese cuerpo. Pasamos más tiempo en la plaza, conocimos algunos habitantes locales, maravillosas personas, quienes nos ofrecieron almidón de yuca y Farinha para preparar las famosas tapiocas. Almorzamos donde doña Pilar, su pequeño negocio estaba ubicado en el segundo piso de la plaza; lugar desde el cual se alcanzaba a divisar la isla de la fantasía y Santa Rosa (Perú). La señora Pilar y sus atentas ayudantes nos dieron a probar el mejor consomé de pescado que se podía conseguir en la plaza. Pasamos un par de horas hablando, Laura estaba asombrada de todo lo que habíamos visto y escuchado hasta ese momento.

12:00 M. Ninguno se imaginaba que, en Puerto Nariño, tras dos horas de viaje en lancha río arriba por el gran Amazonas encontraríamos historias más curiosas en las cabañas del Fraile (nuestro hospedaje). Después de llegar al muelle de Puerto Nariño, buscamos el restaurante de “La Tigresa”; pues era muy conocido y, a decir verdad, muy bueno también. Almorzamos y seguimos nuestro camino hacia el alto del águila. Atravesamos el pueblo, dejamos atrás un par de hostels de lujo y un par de extranjeros con expresión elevada; pasamos la escuela, vimos a los niños jugar en su campo de fútbol y, por último, atravesamos el cementerio, era un lugar tétrico y estaba un poco deteriorado debido a que en temporada de invierno el rio lo inunda. A cinco minutos de camino, después del cementerio, encontramos una casita pequeña. De esta salió un hombre, nos recibió de forma cálida. Cual conocido de toda la vida nos tendió la mano y se presentó, su nombre era Germán: él sería nuestro guía durante los próximos días. Allí en el alto del águila, junto a la selva, el río Loretoyacu y la entrada hacia el lago sagrado de Tarapoto, seríamos los encargados de hazañas relacionadas con el cuidado de los micos de las cabañas, las guacamayas, los halcones o “aguiluchos” como les decían… Con las maravillosas personas que nos recibieron compartiríamos cuatro portentosos amaneceres.