27 de noviembre de 2016
Conocer el mundo a través de su futuro: mi experiencia en México.
Por: Daiyana Chaparro
Viajar, conocer otro país, otra cultura, otras personas, otros paisajes y al mismo tiempo tener un propósito, es la mejor propuesta que me han hecho en mucho tiempo. La Asociación Internacional de Estudiantes en Ciencias Económicas y Comerciales (AIESEC en sus siglas en francés) es una organización creada después de la segunda guerra mundial por jóvenes preocupados y temerosos de que un acontecimiento parecido se repitiera. Esta organización nace con el objetivo de conectar el mundo por medio del intercambio de personas, de jóvenes que tendrán la oportunidad de realizar un aporte a los problemas internos de los países visitados.
Hoy AIESEC me dió la oportunidad de viajar por primera vez fuera del país, a México, un país cuya historia, costumbres y gastronomía me causaban ilusión y curiosidad, pero que así mismo me daba temor por la crudeza del conflicto por el que atraviesa actualmente con el narcotráfico. Se trataba de ir a trabajar con niños de las poblaciones más vulnerables de León, Guanajuato. Son niños maltratados, abandonados y que habían conocido lo que un niño nunca debería vivir: la violencia.
El reto era grande, la llegada a México y la estancia de dos meses no fue fácil al principio, estar en una casa desconocida, los choques culturales no tardaron en darse. El primero de ellos fue el lenguaje, ¿cómo pedir “sencillo” en un banco mexicano mientras cambias dólares? Fue imposible. El segundo choque no fue tan cultural como social, llegar al hogar donde trabajaríamos con seis jóvenes entre 18 y 21 años de lunes a viernes de 10 am a 8pm, eran niños de los más bajos estratos sociales. Mi trabajo consistía en recoger en el colegio a los más pequeños, niños de 2 a 6 años, ayudar a bañarlos, acompañarlos a comer, asesorarlos en las tareas y cuidarlos mientras jugaban.
El primer día nos dimos cuenta de la inocencia de los más pequeños y de la falta de la misma de los mayores, mientras los primeros nos abrazaban y corrían felices al vernos, los segundos miraban con desconfianza y temor. Con el pasar de los días el cariño fue creciendo y esa casa se volvió nuestra también, fue allí juntos con los niños en donde probamos la inmensidad de la gastronomía mexicana, con las risas de ellos al ver que no soportábamos el picante. Durante este tiempo, hicimos amigos de todo el mundo: mexicanos, suizos, puertorriqueños, chinos, brasileños y colombianos también. En la casa en la que nos alojábamos teníamos una nueva familia, un nuevo papa que nos cuidaba y nos enseñaba su país.
Si la despedida en Colombia fue dura, la de México lo fue aún más, nos despedíamos de nuestra nueva familia. En la casa hogar, los niños se despedían con lágrimas en los ojos preguntando cuando volveríamos y si los recordaríamos, en nuestra nueva casa nuestro padre nos agradecía por cambiar un poco la cotidianidad de la niñez más afectada de su ciudad, y la suya propia, y nuestros amigos ciudadanos del mundo nos prometían seguir en contacto, simplemente no queríamos volver.
Estas experiencias son enriquecedoras para quienes las vivimos, no se vuelve a ser el mismo después de realizar un voluntariado, pero lo más importante es interiorizar por fin la frase que tanto escuchamos “entender al mundo para actuar en el” y es que nosotras entendimos a México a través de su futuro, los niños, y ahora sabemos de primera mano lo que necesita ese país y también el nuestro. Cuando somos jóvenes queremos cambiar el mundo y nos dicen que es imposible, pero en este viaje me di cuenta que cambiar el mundo de una persona es un gran primer paso.