17 de agosto de 2021
El Salado: una masacre hecha crónica (primera parte)
Por: Karten Tatiana Ramírez
Ellos llegaron para arrasar con todo, Sarita se dio cuenta antes que yo y vino rápido para que nos fuéramos, pero nos agarraron cuando íbamos a entrar al monte. En pocos segundos, nos llevaron hasta la cancha de fútbol del pueblo; se oían los gritos desgarradores de un hombre, era el profe Álvaro, retorciéndose en el piso porque ellos le habían cortado las orejas. La mano de Sarita me cubrió los ojos, mientras yo imaginaba tal escena de terror.
Ellos llegaron para arrasar con todo, Sarita se dio cuenta antes que yo y vino rápido para que nos fuéramos, pero nos agarraron cuando íbamos a entrar al monte. En pocos segundos, nos llevaron hasta la cancha de fútbol del pueblo; se oían los gritos desgarradores de un hombre, era el profe Álvaro, retorciéndose en el piso porque ellos le habían cortado las orejas. La mano de Sarita me cubrió los ojos, mientras yo imaginaba tal escena de terror.
Y la noche se tornó aún más oscura…
El dedo acusador de uno de ellos empezó a señalar al azar: “¡ese es un guerrillero!”, así cayeron más de 20 o 30, perdí la cuenta. Empecé a sentir que a Sarita le faltaba el aire mientras mantenía fija su mirada vacía en alguien, “Juancho” el que le había propuesto matrimonio en diciembre. Él estaba inmóvil y bañado en sangre. En ese momento, no comprendí el vacío de su mirada, ahora si lo entiendo, ellos le arrebataron un pedazo de sí misma, cuando le dispararon a “Juancho”: el amor de su vida, de esos amores que te desgarran el alma y el corazón ante el dolor de su ausencia.
Todo el tiempo me preguntaba si era un castigo divino por haberme escapado de la escuela tantas veces o si, naturalmente, ese era el curso que debía tomar mi vida. Empecé a hacer un recuento de todas las cosas malas que realicé en el pasado y rápidamente llegué a la conclusión de que, definitivamente, no eran razones suficientes para que mi hermana Sarita y yo estuviésemos bajo el sol inclemente, característico de El Salado. Estábamos viviendo en carne propia lo que en las noticias llamaban “violencia”. Pensé en que, todos esos años con el profesor Álvaro, no me habían alcanzado para entender por qué a las personas buenas les suceden cosas malas.
Estaba absorto en mis pensamientos, no me di cuenta de que me habían señalado con el dedo acusador, hasta que un rifle apuntó justo en medio de mis ojos. El último sonido de la historia de mi vida fue una ráfaga de disparos, que entonaba la canción de la muerte. Ese fue el inicio de mi camino hacia la eternidad. Sé que el costo de haber llegado hasta aquí es el de haberme separado de ti; sé que todas las noches, y sin ninguna falta, rezas por mí mientras innumerables gotas resbalan por tus mejillas. Sé que Sarita tiene pesadillas y que, desde aquellos días de febrero, en los que el miedo nos tocó hasta el alma, ella no ha conciliado el sueño; sé que se sienten culpables por mi partida: Sarita por no haber podido hacer nada, y tú, mamá, estar allí. Sin embargo, tienes que saber que me siento profundamente agradecido de que tú no estuvieses presente en el pueblo, para vivir ese infierno. Afortunadamente fui yo y no Sarita.
Quisiera pedirte algo: no llores más mamita, las lágrimas que se escapan de tus ojos, cuyo color heredaste de mi abuelo, están apagando la vela. Sabes muy bien que le temo a la oscuridad. Si la vela se apaga, ellos regresarán; no llores mamita.
Mientras tanto, yo te estaré esperando en las puertas del cielo cuando llegue el día en el que nos volvamos a ver. No olvides que mi vela debe mantenerse encendida, así, cuando llegues, voy a iluminarte todo el camino hacia la eternidad…