21 de septiembre de 2020
Andadores (crónica desde la selva, parte 2)
Por: Andrés Cruz
Pasó media hora, aproximadamente, y aún no sabíamos en qué lugar nos acomodaríamos. Había algunas complicaciones, no estábamos registrados en la lista de llegada de ese día; estábamos programados para ocupar un par de hamacas, pero debido al malentendido nos ofrecieron una habitación… nos acomodamos y no tardamos en comenzar a explorar el sitio
Pasó media hora, aproximadamente, y aún no sabíamos en qué lugar nos acomodaríamos. Había algunas complicaciones, no estábamos registrados en la lista de llegada de ese día; estábamos programados para ocupar un par de hamacas, pero debido al malentendido nos ofrecieron una habitación… nos acomodamos y no tardamos en comenzar a explorar el sitio.
Pasaba la tarde, me dediqué a conocer el entorno. En el panorama, se observaba en un mirador: era una torre de apariencia rustica, hecha con troncos, unas escaleras y al final un piso con una hamaca y una silla. El hospedaje no era muy grande ni ostentoso, constaba de once o doce cabañas, tal vez; una casona principal donde se compartía la sala de estar, una librería creada por los viajeros que, en algún momento, se hospedaron en las “cabañas del fraile” y dejaron sus libros junto con otros recordatorios de su estadía y, además, una cocina. Ocupando el sitio, había un par de guacamayas que eran algo coquetas, curiosas y se acercaban a cada persona que pasaba cerca; también había un par de micos de apariencia oscura, casi negros, pequeños y bastante juguetones. A medida que terminaba el día, el sitio se llenaba con una multitud de martejas (micos nocturnos), literalmente llovían micos; había gran variedad de aves y unos cuantos gatos. Sobre las personas, no mucho qué decir: se encontraban algunos viajantes, entre ellos un par de españoles, otro par de franceses, unos norteamericanos, los encargados del cuidado del lugar y nosotros; no sumábamos más de 20 personas.
Una vez terminado mi recorrido por las cabañas, me fijé en un pequeño camino de escalas por el que se podía llegar al río. Poco después, Germán se ofreció a llevarnos a conocerlo. Aquella tarde, navegamos en canoa río arriba y logramos hacer avistamiento, en múltiples ocasiones, del majestuoso delfín rosado del Amazonas y algunos grises de río. Este evento fue algo prodigioso, no solamente vimos algunos machos y hembras adultos, también vimos algunas crías. Se acercaban un poco a la canoa, se dejaban ver, jugaban entre ellos y hacían alarde de su belleza, pero este espectáculo se desvanecía en cuanto sonaba a lo lejos el motor de una chalupa o alguna lancha rápida. Sentía que estaba desvariando, no lo podía creer; ¿Cuántas personas cuentan con la fortuna con que yo conté ese día? Eso me gustaría saberlo… en todo caso, estoy seguro de que no son muchas.
Así pasaron los días. Observamos osos perezosos; fuimos al corazón del lago Tarapoto, y pescamos pirañas, carpas, y lo que sea que picara en la caña con el pedazo de molipollo que teníamos por carnada. Tuve la oportunidad de sumergirme en las oscuras y profundas aguas del río Loretoyacu. Además, logré hacer amistad con los micos y las guacamayas, ver un par de halcones y otro par de Martines pescadores en plena pesca y tampoco faltaron las historias del río. Escuché acerca del afluente brindando y arrebatando vida, de los tiempos de grandes corrientes y los tiempos de sequía, de cómo este se comunicaba con los habitantes de la ribera y cómo algunas criaturas fantásticas se relacionaban con su fluir.
Retorno
Domingo 23 de junio. Se acabó nuestro tiempo en este paraíso, aprendimos, conocimos y exploramos. Era momento de dejar de navegar a contracorriente y tomar el camino que marcaba el fluir del río. Empacamos maletas, no era mucho, solo dos maletas, tomamos el mismo camino por el cual llegamos al alto del águila para regresar a Nariño. Cruzamos la cancha de fútbol, la escuela, el cementerio… llegamos al pueblo. Aprovechamos que aún era temprano, alrededor del mediodía e hicimos una parada a probar los famosos helados de esta señora santandereana, que tiene un pequeño local junto al mirador del pueblo. Pasamos una o dos horas, seguramente, hablando con los que llegaban al lugar; nos balanceamos en las hamacas y finalmente salimos rumbo al puerto.
Una vez arribamos al puerto, solo fue cuestión de esperar, ver el ir y venir de lanchas y algunas embarcaciones llenas de turistas hasta que llegó nuestra lancha. Abordamos, nos acomodamos, tomé la cámara, me preparé para tomar algunas fotos y emprendimos camino hacia Leticia. Llegamos al lugar de Gloria, descansamos… acabó el día. Solo fue necesario que llegara la mañana para comenzar a planear nuestra siguiente salida, esta vez con destino a San Pedro de los Lagos. Pasó aquel día entre historias y risas con Gloria y Maia, leí un par de libros que había en la librería de la casa y en la noche escuché las historias de nuestra nueva amiga: Loupette. Habló de cómo llegó a sur América desde Cabo Verde en catamarán; de su travesía por Brasil y algunos otros países, entre ellos Colombia. Yo le hablé de mi gusto por conocer y por escuchar historias; Laura se acercó y también se interesó por su historia, se pasó la noche entre risas y un profundo sentimiento de intriga.
Ya conocíamos la rutina de salida, alistar las maletas, tomar una moto hasta el puerto y esperar a que llegaran por nosotros. El encargado de llevarnos hasta el poblado fue el papá de Álex. Cuando llegó al puerto, subimos las maletas a la chalupa, nos acomodamos y seguimos río arriba, por uno de los muchos brazos del gran Amazonas, nos tomó aproximadamente 3 horas llegar a San Pedro. Al momento de arribar, fue fácil acomodarnos, solo tocaba descargar maletas. Allí conocí las chagras y vi plantaciones de yuca brava, cosas que nunca había visto y me encantó conocer; pasamos el tiempo con los padres de Álex, escuché algunas de sus historias y aquel día en la noche comimos tapiocas con fariña, estuvimos compartiendo un momento alrededor de la mesa en que nos hicimos e intercambiamos algunas palabras antes de comenzar a montar las hamacas para dormir. Fue una noche un poco fría; no lograba conciliar el sueño. Finalmente, me dormí y, a decir verdad, no sé cuándo desperté.
Sin aviso, sin llamados pasaban los días, se acababa mi tiempo allí. Escuchaba, captaba, anotaba, imaginaba todas y cada una de las situaciones que me presentaban en historias, anécdotas, narraciones, demás, me encontraba anonadado. Comprendí algunas cosas, conocí algunas cosmogonías; vi el yagé, el ambil y el mambe, no los comprendí. En todo caso, de algún modo, algo de allá quedó en mí y algo de mí se quedó allá. Al final resultó que nunca me fui, siempre estuve en el mismo lugar. Un año después, escribo esta crónica donde todo comenzó y les digo que yo solamente fui consciente, en mi sueño, de que estaba soñando. Quisiera regresar, quisiera sentir, quisiera soñar… quisiera ser allí, junto al gran Amazonas.