28 de enero de 2019
Perspectivas de Desarrollo para el 2019. La ruralidad: Parte 2
Por: Sebastián Sanabria
La ruralidad en Colombia tiene un sinfín problemas que impiden su desarrollo integral. En la primera parte de este artículo se habló principalmente de los desafíos para la conectividad del campo colombiano, desde la perspectiva de la conectividad en cuanto a la infraestructura vial y por otro lado la conectividad de en cuanto a redes, comunicación e información, el concepto de la última milla y la independencia de los medios públicos.
Sin embargo, la conectividad no es la única problemática de la ruralidad. El conflicto armado presente y persistente durante más de 50 años ha dejado innumerables perjuicios al campo colombiano. El narcotráfico, por ejemplo, toca la ruralidad en toda la cadena de producción: La siembra ilegal de estupefacientes, el transporte hacia los centros urbanos y puertos ilegales y el consumo; y es que las dinámicas relacionadas con el narcotráfico rodean todo el conflicto que ahora amenaza los escasos avances que el campo ha logrado consolidar. Uno de los logros más sobresalientes es la organización de comunidades históricamente silenciadas mediante el surgimiento de liderazgos que por desgracia están siendo exterminados sistemáticamente. El conflicto tomó fuerza justo cuando la opinión pública y muchos colombianos pensaron que la paz de octubre del 2016 sería la solución a todos los problemas relacionados a la violencia. Entonces, ¿Cómo pinta el 2019 para un campo post acuerdo de paz y con nuevo presidente?
Conflicto, tierras y actores
Si hay una constante en el conflicto armado colombiano es el problema de la tierra. Históricamente diversos grupos armados como los paramilitares y las guerrillas se han hecho con las tierras de campesinos para controlarlas o financiar sus actividades. Las consecuencias de dichas usurpaciones son bien conocidas: desplazamiento masivo que llega a los siete millones de víctimas; problemas en la restitución y muchas veces con intereses políticos y económicos de por medio. Aunque el problema de las tierras es extenso, solo se puntualizara lo relacionado a su uso para cultivos ilícitos y la política de sustitución.
En el acuerdo de paz firmado con las Farc, un punto completo de la negociación fue el del narcotráfico, no solo por la ilegalidad que rodea el tema sino por lo que simboliza para los ciudadanos y el mismo Estado. Una de las políticas más ambiciosas sobre el tema, que a su vez iba de la mano con el punto uno (la reforma integral agraria), es la relacionada con los Planes de desarrollo con enfoque territorial, PDTS.
Los PDTS fueron construidos de manera participativa entre el gobierno y las comunidades con el único fin de solucionar las problemáticas del campo colombiano a la vez que planteaba bases para la implementación de un plan de desarrollo pertinente para las dinámicas propias de cada zona. Entre dichos planes esta el punto de los cultivos ilícitos y cómo los campesinos debían y se comprometían a sustituirlos. Empero, en la actualidad sucede más bien lo contrario.
Las áreas sembradas con cultivos ilícitos llegaron a su récord histórico en el 2017 con más de 150.ooo. El aumento se debe principalmente a la presión ya no de las Farc, quien solía tener la mayoría de las hectáreas en su poder (así como las principales rutas de narcotráfico), sino de otros grupos armados que han llegado a ocupar su lugar. Se especula que grupos como el ELN, las disidencias de las Farc, algunos carteles mexicanos y grupos paramilitares llevarían ahora las riendas del narcotráfico en el país.
Es un hecho que mientras no haya planes integrales de sustitución de cultivos en la Colombia rural, no será fructífera la erradicación de cultivos pues los campesinos desprovistos de oportunidades en la legalidad se verán forzados a seguir cultivando coca. Aunado a lo anterior, es poco alentador que el gobierno retome la lógica de la guerra antidrogas que no solo cae en políticas retardatarias que impiden evaluar el problema desde distintas perspectivas, sino que también revictimiza al campesino expuesto a la violencia como delincuente.
Por otro lado, también es un hecho que la institucionalidad colombiana no ha sido capaz de llegar a todo el territorio nacional, y no es que sea un problema nuevo, sino más bien una deuda histórica. Los grupos armados que quedaron en las zonas rurales parecen no percibir la presencia del Estado, pues mientras estos sofocan a la sociedad civil y asesinan líderes sociales, el gobierno Duque parece seguir la misma línea que el gobierno Santos, minimizando tan grave situación a, como dijo el exministro de defensa, “líos de faldas”.
Conflicto y líderes sociales
Muchos de los líderes sociales asesinados participaron activamente en la formación de los PDTS, sirviendo de vínculo entre el gobierno y la comunidad durante la difícil fase de negociación, también haciendo pedagogía por la sustitución de tierras. De esta manera a los asesinatos se les puede dar el categórico de “sistemático”.
Comunidades que fueron silenciadas por el conflicto ya sea por el narcotráfico o por otros aspectos como la violencia o la delincuencia, llegaron a depositar sus esperanzas en la consolidación de una paz estable y duradera, como puede dar fe la votación en el plebiscito en el 2016. Liderazgos comunitarios y sociales nacieron y comenzaron a ser parte activa de dichas poblaciones, principalmente campesinas y apartadas. Los liderazgos dieron voz a las comunidades.
Que el campo colombiano comience a tener voz, es sin duda alguna necesario para el desarrollo. Una sociedad civil robusta con oportunidad de participar en la política y con garantías de derechos y servicios básicos como salud, educación y seguridad es básico para hablar de desarrollo. Sin embargo, el silencio se está volviendo a tomar el campo. Más de 300 líderes sociales han sido asesinados en el último año, más que en 2017; las investigaciones no avanzan y el gobierno parece no darle la importancia que debería. Para el 2019 la situación no parece mejorar, los asesinatos son más frecuentes y las medidas adoptadas por el gobierno no parecen frenarlos.
Finalmente, el desarrollo rural de calidad, integral y efectivo depende única y exclusivamente de cómo se puede vincular el campo y la urbanidad, tanto en su conexión como en la relativa atmosfera de paz que se vive en las ciudades. La brecha de desigualdad entre los colombianos que viven en ciudades y núcleos urbanos comparados con los de las zonas rurales es enorme. Mientras que en su gran mayoría los primeros gozan de cobertura de salud, educación, seguridad, oportunidades de crecimiento tanto económico como cultural y representación política, en otras palabras, se siente la presencia del Estado, el campo difícilmente puede llegar a acceder a los servicios básicos.
Hay que recordar que todos los colombianos tenemos derecho a vivir en paz y el Estado como garante de derecho debe hacer el máximo esfuerzo posible para alcanzarla. Nunca el Estado colombiano había estado tan cerca de la paz como ahora, pero la reacción del gobierno, frente al ataque terrorista del pasado 17 de enero, de terminar definitivamente la mesa de negociación con el ELN no colabora con la construcción de paz y devuelve al conflicto el protagonismo en la agenda nacional. En otros términos, el gobierno deja de lado la política de paz y retoma la política del conflicto.
La ruralidad es un activo que Colombia debe aprovechar. Sin duda alguna el desarrollo del campo es una de las tareas más difíciles y complejas que puede tener el gobierno nacional y para el 2019 no pinta nada bien. Pero algo seguro, es que desarrollando el campo ganan todos los colombianos.