6 de septiembre de 2015
¿A qué Jugamos?
Por: Ana María Arango.
Si quienes intentaron hacer política en la civilidad se están armando por que se les impide defender un proyecto político diferente, y quienes han sufrido la mayor crueldad de la guerra en Colombia temen por sus vidas una vez firmado el acuerdo de paz. ¿A que estamos jugando?
Trabajar en medios me ha permitido tener acceso a información, información que comúnmente es ocultada o disfrazada para la opinión pública. Y eso, que puede ser ventajoso para alimentar la enorme curiosidad que producen los hilos del poder en este país, puede ser también descorazonador.
En julio pasado, las autoridades detuvieron a 15 personas acusadas de pertenecer al ELN y de participar en los atentados de Bogotá de ese mismo mes; tanto organizaciones sociales y políticas, como el ELN mismo, salieron a desmentir tales acusaciones y prontamente se comenzó a hablar de falsos positivos judiciales. El caso, ampliamente cubierto por los medios, no es el único. Decenas de denuncias del mismo tipo comenzaron a inundar algunos medios alternativos y mis redes sociales. Ninguna de ellas fue cubierta por los medios tradicionales de información, aunque todas tenían un común denominador: los detenidos eran personas jóvenes e integrantes de organizaciones políticas y sociales, especialmente Marcha Patriótica y El Congreso de los Pueblos.
La noticia, por trágica que es en si misma, parece tener un desarrollo aún peor. Esta semana me enteré, que un número indeterminado de jóvenes de esas y otras organizaciones, gente que nunca empuñó un arma y que dedicaba su fuerza política a apoyar una salida negociada al conflicto, decidió armarse e “irse al monte”. Las constantes amenazas contra su vida y el temor a enfrentarse a décadas en prisión por acusaciones infundadas y casos montados, los llevaron a esconderse peleando y a hacer política con un arma en la mano.
Paradójicamente, el mismo día, me llegó información según la cual zonas de presencia histórica de las FARC, los campesinos tienen miedo. Miedo de ser asesinados una vez se desmovilice ese grupo guerrillero y queden a merced de quienes durante décadas los han acusado de ser cómplices del terrorismo. Anunciaron ya, que una vez firmados los acuerdos (que dicen expresamente apoyar) se verán obligados al exilio o a armarse ellos mismos para defender sus vidas.
Quien conozca la historia colombiana, sabe que fueron circunstancias similares las que produjeron el actual conflicto que intenta tan desesperadamente superar el país.
Más de la mitad de los colombianos dicen estar a favor del Proceso de Paz, la comunidad internacional lo acompaña y lo alienta y el gobierno de Juan Manuel Santos se ha jugado todas sus fichas políticas por sacarlo adelante. Colombia se ufana de ser la democracia más antigua de América Latina y de tener uno de los cuerpos legislativos más garantistas de derechos del planeta, y aún así, el sistema político mismo parece estar favoreciendo la perpetuación de la guerra.
¿Qué ceguera intelectual, qué soberbia moral, qué egoísmo asesino permite algo así? Para algunos (como yo) la paz no se logra firmando un papel, pero el fin del conflicto armado permitiría alcanzar conquistas políticas que hagan de nuestra Constitución Política una realidad y no solamente un saludo a la bandera. La desigualdad, la injusticia, las gravísimas fallas del sistema de salud o del de educación solamente serán superadas si los colombianos dejamos de matarnos. La democracia solamente será posible si aprendemos a discutir con contendores en lugar de aniquilar enemigos. Firmar un acuerdo con las FARC, es solamente el primer paso para construir un Estado Social de Derecho del que estamos tan lejos. Sin embargo, de nada sirve firmar un acuerdo con las FARC, si mientras tanto se mantienen las condiciones que llevan a los colombianos a tomar las armas.
Que Colombia es un país polarizado se volvió un lugar común, pero que esa polarización, que se niega a abandonar las armas, sea la causante de la perpetuación del conflicto, es una desgracia.