13 de marzo de 2015
Carta de un estudiante primerizo al rector Fernando Hinestrosa (q.e.p.d)
Desde hace un poco más de un mes, todos los días ingreso al edificio A del Externado, observo el gran mural, y su cara me recibe, diciéndome ‘bienvenido, esta es su casa’. Camino por los corredores, por los senderos, por los jardines, entro a clase y percibo su presencia. Hablo con quienes lo conocieron y todos lo recuerdan hasta en sus más mínimos detalles, los profesores, los estudiantes mayores, la señora de los tintos, el portero.
Me intereso en su persona y decido conocerlo más. Fue el maestro de mis maestros, luego las clases a las que asisto tienen su ADN. Sus cátedras estaban llenas de referencias, de metáforas, de ejemplos de la vida real, de refranes que algunos no entendían. Abría paréntesis que nunca se cerraban para dar cabida a sus conocimientos y experiencias, se desviaba, como jugando con conceptos y palabras. Y los estudiantes, primero, se confundían y luego se subían a la nave de esa deliciosa aventura de cultura, de viajes, de historia, de humanismo.
Un profesor que invitaba a sus alumnos a construir un carácter y una personalidad, a “ser uno mismo”, a disfrutar de las cosas buenas de la vida, sin cargos de conciencia –la comida, la conversación, la música, la pintura– y que conocía con profundidad todas esas expresiones; que prestaba sus libros más preciados a sus alumnos y que un día resolvió regalárselos todos. Allí los veo, en esos bellos salones de la biblioteca del Externado, y comprendo que soy un privilegiado.
Un profesor que elegía entre sus estudiantes a quienes le ayudaban en su oficina particular, los formaba para el ejercicio profesional y les entregaba su confianza y amistad, sin importar si vestían jeans y tenis rotos o si usaban mochila y pelo largo. Así me lo han contado varios que pasaron por esa experiencia.
Comprendo que la relación de Fernando Hinestrosa con sus alumnos se basaba en una combinación de afecto y ternura, con mucha exigencia en el desempeño académico. Era rígido en sus calificaciones e implacable en los comentarios que hacía a los alumnos cuyo esfuerzo consideraba mediocre. Absolutamente intolerante frente a la trampa, la copia, el plagio. Cariñoso y gentil cuando sabía que alguien estaba pasando por momentos difíciles de su vida. Solía visitar a los becarios en Europa y allí se comportaba como un papá, preocupado por sus dificultades económicas, siempre dispuesto a ayudar y a compartir momentos inolvidables en torno de una pizza y una botella de buen vino.
Vengo de un colegio con una disciplina rígida, y de una familia tradicional: lo que decía mi padre era la ley. Con él no se podía discutir, razonar. Él allá en su pedestal… Aquí en el Externado, encuentro rigor, por supuesto, encuentro reverencia y respeto, pero de distinta naturaleza. Trato de descubrir la diferencia entre esos dos modos de educar y hallo pistas en los escritos del rector Hinestrosa:
“… formación liberal, educación para la libertad; el maestro ha de estimular, despertar curiosidad, incitar al alumno para que modele él mismo su personalidad, permitirle que ensaye, que yerre y que acierte, sin suplantarlo. Ha de rehuir las respuestas redondas, absolutas; debe mostrar alternativas; saber que la educación no es catequización, sino ejercicio de la razón, que es la sustancia de la libertad del espíritu, exigir que cada cual sea autónomo. Tener y transmitir una mentalidad fresca y abierta, en constante renovación y ampliación, tener presente la relatividad de las verdades y practicarla como una posición ética, condición para una sociedad libre. Ayudar a las gentes a que se vuelvan adultas dándoles responsabilidad.”
Ahora comprendo: en ese modelo de educación que apenas estoy descubriendo, la disciplina verdadera está adentro de las personas que, libremente, escogen su destino. Lo que se impone desde afuera es una falacia. Y aquella frase de que “el que quiere puede” toma un gran significado. Lo que importa son los méritos de la persona. Y eso para un joven como yo es tan importante como descubrir que puedo tomar las riendas de mi existencia. “La gente no hereda conocimientos” supe que les decía a sus alumnos, para mostrarles que el patrimonio del saber y del ser solo lo puede construir cada cual.
“El profesor no es aquí un ser lejano, ensimismado, engreído y rutinario, sino un guía afable, un amigo que transmite sus lecturas, reflexiones, experiencias y sentimientos… son camaradas mayores que señalan las fuentes del conocimiento, que indican los métodos, que manifiestan su propio proceso formativo, que entregan con generosidad y aliento humano todo su saber, que despiertan inquietud, previenen, exigen, amonestan y recompensan, que respetan y toleran la opinión ajena, que la suscitan, escuchan y atienden, y cuya autoridad inmensa no se asienta en una cualidad nominal, sino en el peso de los conceptos, en la moderación de las palabras, en la seriedad del juicio, en la rectitud de la conducta”.
Me encanta la definición que hacía Hinestrosa de un abogado como “un artista de la resolución pacífica de conflictos”. Sé que la dura realidad se aparta de este ideal, pero también entiendo que muchos alumnos del fallecido rector persiguen el paradigma del componedor, del gestor de la paz en distintos planos y escenarios.
Escucho al Rector y a los maestros actuales hablar de la tolerancia y el respeto como principios básicos de la Universidad, y encuentro un análisis de Fernando Hinestrosa en el que se nos olvidó que existe el otro, creemos que estamos solos y que en esa medida funciona el “primero y, segundo yo… tercero yo”. Y descubro que una vida civilizada es reconocer que mis derechos van hasta donde llegan los derechos del otro. Ponerse en los zapatos de los demás, siempre resulta útil como decía el profesor Hinestrosa. Un país que entiende que la ley es para todos, no solo para ‘los de ruana’ y que todos somos iguales ante la Ley, está camino de salvarse.
Y otra cosa que vi por ahí: que la solidaridad social no es otra cosa que la búsqueda de la igualdad de derechos. No se trata de dádivas, de regalos, de caridad. Se trata simplemente de buscar una igualdad. Esta es la lucha.
Recorro las instalaciones de la Universidad, observo sus recursos físicos y humanos puestos a mi servicio y los asumo como los frutos de esa vida que ya no existe pero que persiste, como un fantasma amable, que recorre sus pasos en este entorno cuya construcción lideró con amor y esperanza en la especie humana.
¡Cómo me hubiera gustado conocerlo en persona!